viernes, 9 de noviembre de 2012

Vórtice





Sal de ahí, Lucia, sal. Déjame verte que te extraño, te anhelo, Lucia. Sal de ahí, si no te veo pronto me voy a enfermar. Todo el cuerpo me tiembla, débil de miedo y ansias. He contado los segundos o, al menos, eso me dije, como si me escucharas, queriendo trasplantar mis pensamientos a la cámara acústica de tus adentros para que sepas que me rompo. Ya han pasado meses, rabiosos meses entre el olvido y la sospecha ingenua de que este día llegaría y poder encontrarnos. No pienso tentar a la suerte ni a la voluntad, por eso me arrastré hasta la pequeña plazoleta de este edificio que no sé qué es más que la torre que te guarda durante los días hábiles, donde trabajas y se que eres feliz revolviendo papeles. Yo aún no sé de trabajo por lo que no puedo imaginarte sino uniformada como si tu oficio fuese vestirte y flotar en un tiempo inconcebible, allí entre los muros de la aseguradora.

Mi temperatura se va escapando y el temblor sacude las líneas: “Casi siempre empieza Polanco: “Mirá, soñé que estaba en una plaza y que encontraba un corazón en el suelo. Lo levanté y latía, era un corazón humano y latía, entonces lo llevé a una fuente, lo lavé lo mejor que pude porque estaba lleno de hojas y de polvo, y fui a entregarlo a la comisaría de la rue de l’Abbaye” Los zapatos los tengo llenos de hojas y de polvo las botas del pantalón pero a Polanco no lo veo. A lo mejor debo esperarlo a él y no a ti y darte una llamada desde la comisaría, tratar de explicarte cómo llegué a Paris, mostrarte el triple sueño y las páginas de Cortázar. Esperarlo juntos, quizás, y cubrirte de hojas y tachar el párrafo del libro, escribir dos corazones para que nos lleve a los dos. O tal vez Polanco es Lucia y si me limpio las hojas y el polvo, si me lavo bien no me lleves a la comisaría y me guardes.

-¿Me regala por favor una botella de agua?

-Dos mil pesos

Miro a través y empiezan a descender manchones resbalándose por las escaleras, manchones de colores pegados a la pared, curvándose y mutando de escalón en escalón. Ningún manchón como tú, Lucia. Pero con cada sorbo los manchones son menos color y más monstruo y entre menos color y más monstruo, más humanos y ahí estás, por fin. Ahí vienes deslizándote también como el más hermoso de todos los monstruos, resplandeciente con todos tus colores, ya no refractados sino reflejándose hasta mí, tiñéndome cálidamente. Dejaron de temblarme las manos pero se me resbaló el libro y me tragué el agua. ¿Hace cuánto, Lucia? ¿Hace cuánto, Hélène? ¿Hace cuánto, Julio Cortázar? ¿Hace cuánto no te veía? ¿Cuánto tiempo llevo esperando a que los cuatro y el tiempo nos trajéramos hasta aquí? ¿Cuánto tiempo llevo imaginando un beso tuyo? No tengo ninguna otra palabra. Solo tengo que entregarme a tu desbordante abrazo, solo rodearte y sentir como la punzante electricidad en mi espalda no me deja soltarte. Darte un beso, darte un beso pero antes saludar, verte al rostro.

-Se murió el papá de Mari ¿vamos al funeral?

-Si, claro

Las luces nos rebasan a toda velocidad por el camino a tu casa. La calle es vertiginosa y no reparo ni por un instante en las placas, no puedo volver a dar estos pasos si tu no me arrastras. Quiero olvidar el laberinto de asfalto por el que me conduces, como un lazarillo, sin tocarnos y lo olvidaré para no pisar su carne dura todas las noches, para no verme absorto en ese crepitar de unas llantas y unos pies que solo pueden sonar así si te busco. Ya había intentado innumerables veces, sin éxito, imaginarme la puerta de tu casa. Ahora que la veo está medio abierta y ya estoy solo, solo con el gato que se detuvo en el umbral a vigilarme con la esponjosísima cola como un plumero enroscada entre las patas. Y los ojos están muy abiertos, los suyos y los míos, traspasándose, pero medio abiertos en el fondo. Ya sé que no puedo entrar pero mirar al suelo, ver el agujero que se forma entre las escaleras retorcidas haciendo una perspectiva de vórtice me va a ahogar en el torbellino. No debí poner los ojos sino quería ahogarme, pero tampoco puedo mirar a la casa con el gato repeliéndome, mirándome de vez en vez para calmarme, asegurándome que no falta mucho para poder darte el dichoso beso, que estuvo bien no apresurarme al verte, que ya llegará el momento y que ya casi estás lista para el funeral. Pero no lo estás y la espera reverbera junto a una presencia que no había notado y que se fue acercando con el sonido de las ollas que se mezclan en la cocina. Hay alguien detrás de la puerta, a un paso de encontrarme ahí parado. Las ollas se revuelven de nuevo y se enciende el fogón de la estufa. Hay alguien detrás de la puerta. El gato tuerce ocasionalmente el cuello para perseguir con las orejas el chisporroteo del aceite calentándose. Estoy empezando a sudar. Hay alguien detrás de la puerta pero no se mueve. Las ollas están como vivas bailando en la cocina, brincando entre fogones para acariciarse con el fuego y reventar de cuando en cuando en una nube de frecuencias que ampolla la piel. Si se mueve la puerta y sale alguien voy a tener que saludar, voy a tener que removerme la cara y acomodar la mueca, sonreír, escarbarme la cortesía. Sal pronto, Lucia, sal que hay alguien detrás de la puerta, me está acechando y el gato no se mueve, no me ayuda. Lucia, por favor ¿quién está ahí? Yo nunca he visto a la cara a tu casa, no sabía lo de las ollas vivas ni conozco el juego de las puertas y no es justo que se me venga en un instante todo encima. Debiste advertirme sobre esto, al menos para haberle hablado el gato y llamarlo y hacerme el desentendido con la angustia, para no echarle los ojos al suelo bajo la puerta buscando una sombra. Se está moviendo la puerta, se está moviendo, se está moviendo, se están quemando las ollas y ahora hay otra puerta, allá al fondo contra la pared, no la había visto. Sácame, sácame.

-Hola ¿Por qué no entraste?

-Tú me dijiste que me quedara afuera.

La sombra, ahí viene. Está saliendo de la cocina. Terminó la danza. Se está acercando y no sé si será un pilar de ollas, si vendrán tropezando cansadas de tanto bailar. Pero es la titiritera, una anciana de aquellas que de natural tiene encantar ollas. Arrastra los pasos y me entierra sus ojos de hechizo clausurado, se detiene un instante en el umbral y ahora ella es quien me guarda. Acomodar la mueca, escarbarme la cortesía con el sudor helado secándose en la espalda.

-Buenas noches

-Mi abuela: está sorda. Hay que gritarle.

El gato ya no está, no está ahí al frente pero siento como un silbido su risa. A la abuela se la llevó el silbido, levantándola suave del suelo, con la ropa bamboleando. De nuevo estoy solo, contigo, y te ves preciosa. Me pregunto si es un chiste tuyo o si no lo notaste pero estamos vestidos del mismo color, partidos a la mitad: el torso negro y las piernas blancas, el torso negro y las piernas blancas. Lucia, tú y yo estamos siendo arrastrados por el vórtice de las escaleras, con la cabeza gacha, dando vueltas entre aristas y por un pequeño instante te vi los ojos y lo demás son sombras que me dejan ciego y mudo. No sé qué decir, ni a dónde mirar, no te conozco, no te veo, solo unos ojos brillando como una llama dentro de un prisma en el puro vacío. Mi boca se humedece y se levanta una llamarada que arroja pequeñas luces a mi rostro, lenguas que me amarran ardorosamente y me jalan. Pero entre más me acerco al prisma menos puedo ver, su corazón esta drenando la luz, la está apagando hasta quedar ya sin nada más que dos pequeños brillos, pequeñas luces como estrellitas sin labios que me llaman pero que no puedo distinguir, brillos que están medio abiertos en el fondo. La puerta se cierra de golpe, devolviéndome la luz. Tu ya no me estás viendo pero si hay otros ojos que me miran con amable curiosidad. Había visto alguna vez cruzar a tu lado a la mujer que cerró la puerta, había escuchado alguna vez que dijeras que es tu mamá. Había querido conocerla pero no así, no hoy, no en el vórtice.

-¿Y tu quién eres?

-Carlos

-Mira, te presento a…

-Ah, por fin conozco a Carlos. Mucho gusto

Solo puedo atinar a tomar su mano entre las dos mías sin mirarla al rostro como una reverencia oriental, debiéndole mucho por la simple razón de la experiencia, por ser madre, por ser tu madre. Como una procesión descendemos por el remolino, yo al último, y va en ascensión una brisa fresca, la dulce sensación de sus palabras. Es cierto, por fin nos conocemos, por fin llegué a la puerta y estaba entreabierta. A lo mejor pueda empujarla de a pocos o el gato se acerque a mi ronroneando, invitándome a posar mi mano en su lomo mientras se retuerce. Tal vez el gato me trepe la pierna para que lo tome en mis brazos y entremos a tu casa, ronroneando ambos. Dentro, algún día compondré música para ensalzar el ritual de las ollas y la titiritera dará aplausos encendiendo con el vaivén de sus manos los fogones. Podría esconderme detrás de la puerta, esperándote, para saltarte encima y que brinquen tus hombros por la sorpresa e inevitablemente caigamos al suelo. Entonces tu y yo y el gato daríamos vueltas porque el perseguirá tus manos o mis medias y giraremos girando giraremos girando y giraremos girando giraremos girando giraremos hasta que los ojos se llenen de leche malteada de chocolate o arequipe y grageas del tono de la ropa que vistamos. Pero de la puerta nos estamos alejando. La brisa fresca se hizo helada y estamos afuera del edificio la espalda de tu mamá y yo.

La espalda se mueve, alejándose sin dudar y se inclina para saludar a una figura que está más adelante. La figura se tambalea y noto que hay otra a su lado, la espalda no me deja ver. Tendría que estirar el cuello para rodear con los ojos pero no quiero poner en evidencia mi intrusión, mi ahora injustificada presencia. Debo esperar humildemente a que la espalda se de vuelta. ¿Te fuiste? Es un joven, un muchacho de gafas no muy alto que le sonríe a tu mamá con la otra figura colgada de él, mientras conversan por un instante con familiar cortesía. La espalda está virando, virando  para darme la cara y llamarme o más que llamarme, concederme el espacio, la autorización para entrar en el círculo. Me voy acercando, dando un paso tras otro. Cada paso va develando la otra figura, la va integrando en mi distancia focal y ya no es una simple figura, es un rostro, un cuerpo, una boca, unos hombros, un brazo que se precipita hasta estrellar su mano con la del joven y entrelazarlas. Si te fuiste, Lucia. Ya sabía yo que te habías ido, hace tiempo, ya sabía yo de este joven que camina las mismas calles que yo en la ciudad donde ambos vivimos, lejos de ti. Lo sabía como lo he sabido otras veces, con la dolorosa indiferencia que me invade para sostenerme, la artificial premonición de que siempre existirá otro día sin importar lo que suceda hoy. Sin embargo, esos andamios han soportado el azar con una ingenua dureza, propia de mi carne, una dureza que no aguanta otro ingenio de la contingencia. Hoy vine después de mucho tiempo a verte, con el deseo renovado y las ganas quemándome los labios. Ahora, tengo que estrechar la misma mano que sostiene la tuya y escuchar su nombre, devolverle el mío y sonreír. Luego, abrir la puerta del taxi y sentarme junto al chofer, avanzar convertido en una luz que rebasa vertiginosamente a los transeúntes y sus pasos. La cabina se esta desprendiendo y las luces frente a nosotros se están estrellando contra el parabrisas, salpicando el vidrio y quedando este manchado de bombillas y semáforos. Finalmente, escucho el crujir metálico y liberador de una división poco violenta, vencida por la fricción de la velocidad. El viento me golpea la cara con fuerza, la cabina ya está muy lejos del suelo que transitábamos. El taxista y yo estamos abriendo una puerta, quebrantando el viento, el sonido, la luz, dejando atrás las tres figuras borrosas y torciendo una esquina tras otra, venciendo a la materia, siguiendo el camino hacia un funeral.

Temo quemarme al tocar la puerta, pero debo abrirla y bajarme. Sin dudar más, la empujo y estoy en el suelo con la sensación sofocante de un desierto urbanizado. Nos acercamos a las escaleras y siento algo que me llama, un viejo recuerdo, una sensación distante. No recordaba el edifico de la funeraria, siempre tan inapropiado, lleno de paredes, de pisos, de techo y de puertas, con escaleras en mármol y bombillas de luz eléctrica, siempre tan lleno de personas y de objetos. Hay algo hipnótico en el reflejo de nuestras pisadas en este suelo ligeramente reluciente. Posiblemente era mi propia voz la que me llamaba al encarar la fachada, una voz antigua, de mi adolescencia. La tarde en que la tía de Carolina murió estuve aquí sin notar la trampa del suelo, sentado en una silla tratando de comprender qué es acompañar a otro en su dolor. Pero tal vez es una voz más lejana, de mi niñez, una voz que es más mera frecuencia que palabra. La voz que atraviesa el mármol, el reflejo fantasma de un mundo dragado por la luz constante de los bombillos y el sol que no se van nunca, se quiebra porque también es el ruido de toda la gente que caminaba a mi lado. De manera que no me escucho, solo veo la luz tibia golpeando el rostro de mi abuela con un gesto ajeno sellado por las manos de algún desconocido. Si fijase bien los ojos en una de esas láminas, tal vez vería mis pequeños pies, que no alcanzaban el suelo al sentarme, con los zapatos cafés y medias oscuras. Vendría a mi algo de esa madrugada en la que mi papá tenía el rostro lejos y a lo mejor esta vez si podría ver sus ojos y no las cortinas de la sala. Si fijase los ojos que ahora tengo en los de Maria, tal vez podría reconocerme. Pero es hoy su turno de mirar el reflejo, un juego de espejos entre sus ojos, los míos y el mármol. Pero aún los ojos de Maria son como los recuerdo, no parece haber cambiado nada. Me sonríe con la misma sonrisa medio articulada que reconozco como suya, con el rostro mirando al frente pero esquivando. No lo había notado hasta este momento: Maria perdió algo. Algo sin nombre, algo muy lejano quizás, porque sus ojos siempre han estado hinchados por esa sonrisa, siempre ha tenido un escurridizo temblor de malestar en las pupilas. No puedo imaginar qué se fue que hoy no deja de irse. Su caminar es pausado, leve, va de la mano con el aire denso de las escaleras junto a la sala de velación. ¿Se despidió alguien con violencia, sin aviso algún día en el pasado? ¿Se quedaría sola, encerrada sin poder salir? ¿Habrá tropezado alguna vez de niña? ¿Cuándo conoció Maria el dolor? Su mirada está arrojada al infinito y nos evade hasta desaparecer. Pero en los ojos de los otros veo los ojos de Maria y también me veo a mi y a Lucia y en los ojos de Maria veo a Lucia y a mi y a los otros y en los ojos de Lucia me veo a mi y a Maria y a los otros y en los ojos de todos me veo a mi mismo sin poder verme con mis propios ojos. Tantos ojos en tantos rostros en tantos cuerpos sentados en los sofás de cuerina, con las bocas abriéndose y cerrándose como las de los peces, liberando en una bocanada las palabras que se acumulan en un rumor insoportable. Un par de niños gritan y ríen, jugando, entre la lama de sus padres, penetrando una y otra vez el umbral de la sala. Se acercan sigilosamente al féretro, echando miradas a su alrededor por si los están siguiendo y creen que no. Se detienen frente a una gran corona, casi de su tamaño y la observan, impacientes. Revisan de nuevo la multitud y sonriendo de antemano arrancan con sorprendente rapidez una flor cada uno. Salen corriendo de la sala hacía las escaleras para esconderse, detrás de nosotros.

-¿Ya entraste a verlo?

-No, no quiero

-¿Por qué?

-No quiero que ese sea el último recuerdo

Tal vez nadie recuerde esto así. Las flores cambiarán de color, los sofás de tamaño, las palabras de boca, los rostros se borraran y los niños dejarán de correr. María tiene razón, todo se disolverá en el más profundo silencio, entre manchones y bultos hasta que solo quede un ataúd y el inagotable rostro enclaustrado. Pero solo será así si se mira al rostro de frente. De otra forma quizá el último recuerdo sean los niños que corretean alegres en la desdicha, los peces ahogados en el fondo del estanque, los sofás de cuerina enfilados contra la pared o las bombillas de la escalera cuya luz titila ocasionalmente. Puede que  algo de eso sea significativo. De cualquier forma, existen innumerables recuerdos que se superponen y se truecan respondiendo a una lógica ajena a la nuestra. Quizás esta sea la última vez que Maria ve a su papá pero no el último recuerdo de él, no el que prevalezca. Sin embargo, si es como creo y María perdió algo innombrable, ya debe saber eso y no tiene caso decir nada más. Solo queda aceptar su respuesta, al menos en mi caso.

-¿Salimos a fumar?

-Si

-Maria…

-Dime

-¿Yo puedo…? ¿Puedo entrar a verlo?

-Si, obvio. Dale

-¿No te molesta?

-No, ve. Te esperamos afuera.

Dentro hace frío. El aire acondicionado está fuerte, levanta el aroma de las flores y lo revuelve en la habitación trayendo una sensación de gélida dulzura, abejas en bloques de hielo cuyo zumbido se multiplica hasta hacerse un barullo de voces. Encuentro una silla solitaria junto al cuaderno de visitas y me siento a esperar. Tal vez encuentre una oportunidad para acercarme pero debo esperarla. Las personas ya están acomodadas en toda la sala, se han ganado un lugar junto al ataúd, pueden ir y venir como quieran. Yo soy el intruso. Nunca lo vi en vida, nunca supe nada de él, nisiquiera conozco su nombre. Ellos lo saben. Soy un joven sentado en la silla indeseada, sin poder sostener la mirada con nadie. Se toman turnos para vigilarme mientras pasa el tiempo. Saco una hoja de papel y un lapicero del bolsillo. Escribir, escribir, dejar pasar el tiempo.

Un grupo de hombres, apostados en círculo, vigilan el ataúd. Como torres se alzan, cruzan los brazos y resoplan. El resto de la sala está llena de más sofás de cuerina, todos ocupados por personas que conversan. Las discusiones son animadas pero llenas de muecas, de esfuerzos convulsivos por reprimir cualquier manifestación de alegría. Cada vez que alguien irrumpe en la sala, empieza un recorrido por estaciones en donde se intercambian fuertes abrazos, apretones de manos y sonrisas castigadas. Una vez terminado el recorrido, firma el libro y ensaya la nueva mueca, toma asiento en donde puede y se adhiere a la ornamentación del lugar. Nadie intenta acercarse al ataúd, los guardianes son inquebrantables. Ocasionalmente, uno de los ornamentos se levanta y sale de la habitación para darle paso a un nuevo integrante y un nuevo recorrido. Los niños vuelven a entrar corriendo, saltan por ahí y roban otro par de florecillas. Algunas veces el recorrido es más efusivo que los demás y se escuchan carcajadas, se llaman entre ornamentos de un extremo de la sala al otro para que vayan a abrazarse y reír también aunque pronto se abochornen y recobren la mueca. Tal vez podrían repartir copas de vino y hacer un último brindis. Luego poner la canción favorita del difunto, cantar con dolor sus versos. Una vez terminada la canción, repartir otra copa de vino para calmar los ánimos. Inclusive, reproducir otras canciones más ajenas para aflojar las muecas y recobrar el aliento. Para cuando se acabe la segunda copa de vino y la tercera o cuarta canción, cabrá preguntarse por cómo pasar el mal trago, como enjugarse el licor y las lagrimas. Sería considerado tener a la mano una mesa con pasabocas, con más copas de vino y vasos con gaseosa o agua para los niños. Todos podrían engullir el dolor y compartir de nuevo un último brindis, reponer las fuerzas. Satisfechos, pueden continuar con la tarea de la velación, con los ánimos repuestos y no hay necesidad de detener la música; les recuerda aquella vieja fiesta en la que el hombre aún vivía y contó ese buen chiste. Entonces, todos reirán y reirán, seguirán compartiendo anécdotas y haciendo más últimos brindis. Dirán que a él le gustaría verlos así, felices, celebrando y no llorando. Dirán que a él les gustaría verlos incluso bailar como si todavía estuviera ahí con ellos, celebrando la amistad y la familia. Algunos se levantarían y empezarían el baile con una música más acorde a la revelación del difunto. Eventualmente, otros terminarían su último brindis de un trago y se aventurarían a la pista de baile para homenajear por igual al muerto. Pasado un poco más de tiempo, el calor y los nuevos ánimos empujarán a otros y a otros y a otros hasta que no sea suficiente el espacio en la sala de velación y convenga sacar el ataúd al pasillo. De cualquier manera, ese no es su amigo, él está vivo.

-¿Me presta su bolígrafo?

-Es rojo

-No importa, es para firmar aquí

Finalmente, los guardianes se han decidido a echarle una mirada al cuerpo, todos al mismo tiempo. Pasean sus ojos por el cristal, el rostro les va cambiando rápidamente. Me levanto para ubicarme junto a ellos, buscando la oportunidad de abrirme paso. Algunos de ellos se van, permitiendo que me acerque más. Sin embargo, desde donde estoy no puedo ver mucho, solo el rostro de dos de los guardianes que con su reflejo opacan la faz del difunto. Se han inclinado un poco y la boca les tiembla ligeramente. Ambos guardianes pasean sus ojos, agitándolos, de extremo a extremo. A medida que el análisis avanza, las pupilas se van acercando: la frente, el mentón, se van acercando, la boca, las mejillas, se van acercando, los pómulos, se van acercando, las orejas, se van acercando, se van acercando, la nariz, se van acercando, se van acercando, se van acercando, los ojos se han encontrado. Dan un respingo y se enderezan inmediatamente, ambos cruzan una mirada conmigo y se alejan. Doy un paso largo pero tímido y me encuentro con el rostro. Ya no siento el frío del aire acondicionado ni el olor a flores, el zumbido es lo único que me queda. Quisiera decirle algo de Maria, que soy su amigo, aunque sea uno lejano. Pero no puedo decir nada, no solo porque no me vaya a oír sino porque estoy paralizado. Me cuesta detenerme en los detalles, en esos que hacen cada rostro único. ¿Cómo puedo darle una identidad? No podré saber ya con certeza si arrugaba la frente al levantar las cejas o si se enrojecía con el calor o la ira. El cuerpo que veo nisiquiera es la huella del cuerpo que solía ser. Este cuerpo ha sido intervenido, ha sido manipulado. Alguien decidió cómo debía verse por última vez. Ya no podré saber si quiera cómo se movía su boca al hablar o al sonreír aun cuando en este momento tenga sellada esa sonrisa, una sonrisa mal habida, puesta ahí por manos invisibles que juzgaron a puertas cerradas y optaron caprichosamente por la plastilina. La boca se va hundiendo, se va ensanchando, se va estirando y empieza a proyectarse hacia el fondo, un fondo oscuro rodeado por escaleras en espiral. Una vez más me estoy ahogando pero ya no puedo quitar los ojos, no puedo desviarlos, ya no hay gato, ni Lucia, ni brillos medio abiertos. El vórtice está abierto completamente y solo hay una sonrisa en forma de escaleras descendentes y oscuridad absoluta al final de los pasos. De las sombras emerge una voz que grita con violencia: no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada. Pero no quiere tranquilizarme, me atormenta porque no pasa nada con la imagen, se fue la vida y queda la imagen. La plantan sonriente como si aún estuviera pero no respira, no se mueve, sonrisa mentida, no pasa nada, no pasa nada, ya no lo aguanto. En el vórtice reconozco la voz que grita, es mi propia voz y de nuevo dice ya no lo aguanto. Saco los ojos del vidrio y me alejo caminando.

Enciendo un cigarrillo en la calle, frente a la funeraria. Quiero que me veas pero no te veo. No sé dónde estás. Te necesito. Quiero volver a la realidad. Te necesito. Quiero sentir algo de brisa, unas manos en mi pelo. Arrojo el cigarrillo al suelo. No te veo. Tengo las manos heladas, sudando. Ahí está Maria, la sigo hasta la banca de cemento que está a unos metros.

-Pensamos que te habías ido

-No

Nos quedamos en silencio un rato. Tú estás al otro lado de la banca, al otro lado, ese otro lado que está más allá de la distancia, después de un vacío insondable. Te están sosteniendo las manos, te están sosteniendo aunque sea en silencio. Pero a mi no. No pasa nada. Ya veremos.

lunes, 22 de octubre de 2012

Laura en la Horca



Parte del proyecto Dime Qué te Cuento




Son apenas unos pasos antes del pedestal, Laura, unos pasos largos, una escalinata, un pie detrás del otro, un paso cada vez más arriba. Luego, los pies en el aire pero no caes, te quedas flotando a nuestro alrededor, ida, distante, colgada. Existen unas cuantas salidas, una cuerda, una cuchilla, una vida, el dolor que no se va. Te quedaste conmigo, Laura, te quedaste sentada detrás de mí con la risa cerrada por los labios, la caricia del viento por la ventanilla, te fuiste con ella y no te llevaste nada. Y siento decir, me duele, me ahoga decir, que no dejaste nada para mí, Laura, ni para mí ni para nadie. ¿El recuerdo? Eso es el olvido, es la memoria que se transforma; el color de tu piel, el amarillo tostado no es el tuyo, no es nada. Quizás pensaste en mi al amarrarte al techo y morir, quizás pero lo más seguro es que no, pensaste en el otro  extremo de la cuerda; ¿Aguantará mi peso? ¿Sabré morir, sabré estar colgada hasta el último aliento? Tu no sabes estar muerta, no lo sabes porque no te vas, estás aquí, decídete a irte o vuelve, vuelve a la vida, resucita y cuéntame dónde has estado, cómo tambaleaste, cómo te ahogaste, dinos algo de tu infortunio infinito y devuélvenos la oportunidad de tener la respuesta.

Si tomas la decisión de irte, llévanos a todos, no nos dejes esta juventud mediocre, tráenos algún sueño, Laura, no te vayas, por favor. Dentro de mis entrañas pasajeras me estoy muriendo. Lentamente el tóxico ha penetrado en mi piel para expulsar una frenética sensación indefinible, ahora el veneno envuelve las ataduras del alma, logrando expulsar la esencia de mi ser con un grito sediento, escupiendo sangre, vomitando alquitrán, tosiéndote hasta que te quemes y se borre la cicatriz. Cuando el veneno me consuma sabré que habrás olvidado al mundo, estaremos cerca solo porque me cubrirá el mismo cielo que alguna vez te cubrió, las mismas estrellas alumbrarán mi huida, me verán y las injuriaré por no haber salido a tiempo, por verte ya demasiado tarde en la noche de todos los muertos, cuando hasta el sol se está derrumbando. Beberemos el mismo trago amargo y moriremos juntos, algún día, en la vejez de nuestro espíritu que se apaga, cuando ya no queden voluntad ni ganas, ni deseos, ni sueños, cuando ya no queden Lauras, ni amigos, ni yo mismo dándote la espalda en un bus infante.

Laura gira en un espiral de agua, Laura toca lo etéreo, Laura está colgada en una horca, Laura se ha ido y no me ha dejado nada, ni a mí ni a nadie, Laura ha dejado a Laura, Laura se ha ahorcado, Laura ha muerto. Que nos repleguemos en la cueva, ignorando los reflejos, es apenas un indicio, una señal horrorosa de que lo que está asomándose nos asusta; no pude ver la sombra de tu cuerpo flotando contra la pared, no pude ver la silueta de tus piernas y tus largas manos agazapadas en el suelo, no pude desanudar la angustia de tu garganta, te hemos pasado la cuerda al olvidarnos, han pateado la silla y hemos caído al final de los ojos. ¿Qué cosas estas viendo? ¿Cómo nos estás mirando? ¿Cómo es que sentimos en las dimensiones venideras, alternaciones de colores y vibraciones sin rumbo? Acaso el remolino de drogas y experiencias acumuladas con rabia o alegría, ambas azotándose la cara hasta descubrirse definitivamente, rasgadas por la sangre, con los huesos saludando al amanecer. No dejes que el ácido te corroa la muerte, no permitas que la culpa o la determinación abran la mano con la banalidad en evidencia, que si ya estás muerta, empieza a morir, solo hay una muerte en la vida, hay que aprovecharla, Laura. Muere con todas las ganas, que nadie te diga que no puedes hacerlo, que los que han fracasado no te desanimen, nada tiene el poder suficiente en ese mundo para destruir tus sueños, muere, Laura, muere durante toda la muerte y sé feliz. No me escuches llamándote, ignóranos a todos y da un paso más, resiste los embates de la vida, de los idos y de los que te vieron partir. Abandona estas tierras, encuéntrate a ti misma, olvídate del miedo, no hay orgullo más grande que el de derrotar los límites, vete y muere otra muerte distinta, todos nos hemos ido y la verdad está en la frontera.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Te Veo en la Oscuridad

Parte del proyecto Dime Que te Cuento



Te veo en la oscuridad, me dijo una vez con esa extraña manera de decir, sus ideas en el aire. Verme es sentirme y la oscuridad es movimiento pleno que se trasluce, soy apenas una silueta que baila. Me pregunto si me ve en este momento como yo la veo, con los ojos abiertos y las manos en el suelo. Aprendí a sentir el espacio, a sentir las vibraciones de su piel a través de la madera y ahora lo demás me estorba. El primer día entendí que vendarme los ojos era una trampa sin salida, lo mejor era no ver de verdad, quitarles el valor a mis pupilas y olvidar. Una vez que lo logras descubres que el mundo es más bello, los colores son una mentira, las formas un espejismo y si imaginas un punto blanco en medio de la pared (también blanca) eres libre de buscar, entiendes cómo el mundo gira, gira como sus dedos. 

A lo mejor cree que está sola, sola como nunca, sin mis pasos de terremoto en las tablas pero aunque quisiera no puedo evitar sentir su pelo escuchándome mientras se sacude. Hacer el amor a la distancia, te veo en la oscuridad, con la luz apagada y lo que debe ser el sol filtrándose por la única rendija que queda en esta casa. Quizás por eso gime de esa manera, llamándome o provocándome o rebelándose contra todo lo que no tiene y que no podría extrañar jamás. Sus dedos saben bien por dónde ir, sus piernas se sacuden, un orgasmo tras otro con la cabeza en el sofá y los pies torciéndose hasta abajo. Cuando abrí los ojos me llegó el tintinear de un goteo lejano a la boca del estómago, el grifo tal vez, una gotera sin lluvia, con las medias bien puestas en el camino más sólido me deslicé y fui entendiendo que la fuga venía de su cuerpo. Tendré que limpiar después de esto, algún día; las cosas se van ajando, los días, el tiempo así pasa, como un círculo bien delineado por los antiguos, como un trago amargo de mezcalina y una medusa en su pelvis, bailando. Comunicarse con las manos es algo diabólico, el juego de arcilla que me traen sus fluidos me revienta la garganta porque la pregunta siempre es cómo te sientes y después de eso las luces, las paradojas de lo concreto que trata de explicar lo infinito. Me siento como una mesa, como un jarrón, me siento como una piedra que cae, me siento como el bajo que se repite una y otra vez, inmutable, bum bum bum bum bum bum bum bum bum y asi estoy, colgada de esta cosa suave y sé exactamente que pasó veintitrés veces, una tras otra bum bum bum bum bum. Tócame.

No voy a tocarte, te puse las manos encima esa vez que te enseñé a contar y es la maldición más grande que ha caído sobre mí porque cuando no ves y no oyes te haces sistemático pero ingenuo. En ese entonces, las ventanas todavía estaban abiertas y yo creía firmemente en el exterior. Mira, es decir, toma, esto es una bolsa de té, es-una-bolsa-de-té, dámela, aquí hay otra bolsa de té ¿entiendes? Primero una y luego otra, es decir, uno y dos, dámela de nuevo, esta es otra bolsa de té, uno dos y tres. Yo reía porque era la misma bolsa y jugaba a hacer combinaciones, restas, multiplicaciones, pero cuando el número llegó a tres mil su memoria empezó a despertar; si una bolsa son dos bolsas, mil doscientas bolsas, ¿por qué tantas bolsas si es el mismo té? Toca, es igual, tienes tres mil bolsas con hojas del mismo tamaño, el mismo olor, la misma tela y se levantó de repente, se golpeó la cabeza y me escupió. Te voy a enseñar a contar, maldita ciega estúpida, grité, la tomé por los hombros y la tiré al piso y no sabía si estaba llorando o qué rayos estaba haciendo con ese ruido asqueroso que le brotaba de la garganta y las manos dándole puños a la madera hasta quebrarla. Y después me vas a decir cuantas veces te la metí, te voy a hacer hablar sorda pendeja ¿no me lo merezco acaso? Después de haber cerrado las cortinas y tocar con el pie la sangre entendí que el mundo está terriblemente cerca. Porque supe que de entre todo lo que resbalaba en el suelo, era sangre, se me cerraron los ojos y sentí la sangre, en las paredes, una minúscula hoja de té pegada en mi espalda.

Desde ese día, cuenta los orgasmos y se mete los dedos hasta el fondo, con violencia y me llama con los dientes enterrados en sus labios. Y se estira, me clava los dedos en el hombro y me dice, soy una bolsa de te, ese día te vi, moviendo la cortina, te veo en la oscuridad, eres una silueta. No soy una silueta, soy una sombra, soy movimiento que se trasluce sin volumen, soy vibración.