Sal de ahí, Lucia, sal. Déjame verte que te
extraño, te anhelo, Lucia. Sal de ahí, si no te veo pronto me voy a enfermar.
Todo el cuerpo me tiembla, débil de miedo y ansias. He contado los segundos o,
al menos, eso me dije, como si me escucharas, queriendo trasplantar mis
pensamientos a la cámara acústica de tus adentros para que sepas que me rompo.
Ya han pasado meses, rabiosos meses entre el olvido y la sospecha ingenua de
que este día llegaría y poder encontrarnos. No pienso tentar a la suerte ni a
la voluntad, por eso me arrastré hasta la pequeña plazoleta de este edificio
que no sé qué es más que la torre que te guarda durante los días hábiles, donde
trabajas y se que eres feliz revolviendo papeles. Yo aún no sé de trabajo por
lo que no puedo imaginarte sino uniformada como si tu oficio fuese vestirte y
flotar en un tiempo inconcebible, allí entre los muros de la aseguradora.
Mi temperatura se va escapando y el temblor
sacude las líneas: “Casi siempre empieza Polanco: “Mirá, soñé que estaba en una
plaza y que encontraba un corazón en el suelo. Lo levanté y latía, era un
corazón humano y latía, entonces lo llevé a una fuente, lo lavé lo mejor que
pude porque estaba lleno de hojas y de polvo, y fui a entregarlo a la comisaría
de la rue de l’Abbaye” Los zapatos los tengo llenos de hojas y de polvo las
botas del pantalón pero a Polanco no lo veo. A lo mejor debo esperarlo a él y
no a ti y darte una llamada desde la comisaría, tratar de explicarte cómo
llegué a Paris, mostrarte el triple sueño y las páginas de Cortázar. Esperarlo
juntos, quizás, y cubrirte de hojas y tachar el párrafo del libro, escribir dos
corazones para que nos lleve a los dos. O tal vez Polanco es Lucia y si me
limpio las hojas y el polvo, si me lavo bien no me lleves a la comisaría y me
guardes.
-¿Me regala por favor una botella de agua?
-Dos mil pesos
Miro a través y empiezan a descender
manchones resbalándose por las escaleras, manchones de colores pegados a la
pared, curvándose y mutando de escalón en escalón. Ningún manchón como tú,
Lucia. Pero con cada sorbo los manchones son menos color y más monstruo y entre
menos color y más monstruo, más humanos y ahí estás, por fin. Ahí vienes
deslizándote también como el más hermoso de todos los monstruos,
resplandeciente con todos tus colores, ya no refractados sino reflejándose
hasta mí, tiñéndome cálidamente. Dejaron de temblarme las manos pero se me
resbaló el libro y me tragué el agua. ¿Hace cuánto, Lucia? ¿Hace cuánto,
Hélène? ¿Hace cuánto, Julio Cortázar? ¿Hace cuánto no te veía? ¿Cuánto tiempo
llevo esperando a que los cuatro y el tiempo nos trajéramos hasta aquí? ¿Cuánto
tiempo llevo imaginando un beso tuyo? No tengo ninguna otra palabra. Solo tengo
que entregarme a tu desbordante abrazo, solo rodearte y sentir como la punzante
electricidad en mi espalda no me deja soltarte. Darte un beso, darte un beso
pero antes saludar, verte al rostro.
-Se murió el papá de Mari ¿vamos al funeral?
-Si, claro
Las luces nos rebasan a toda velocidad por el
camino a tu casa. La calle es vertiginosa y no reparo ni por un instante en las
placas, no puedo volver a dar estos pasos si tu no me arrastras. Quiero olvidar
el laberinto de asfalto por el que me conduces, como un lazarillo, sin tocarnos
y lo olvidaré para no pisar su carne dura todas las noches, para no verme
absorto en ese crepitar de unas llantas y unos pies que solo pueden sonar así
si te busco. Ya había intentado innumerables veces, sin éxito, imaginarme la
puerta de tu casa. Ahora que la veo está medio abierta y ya estoy solo, solo
con el gato que se detuvo en el umbral a vigilarme con la esponjosísima cola
como un plumero enroscada entre las patas. Y los ojos están muy abiertos, los
suyos y los míos, traspasándose, pero medio abiertos en el fondo. Ya sé que no
puedo entrar pero mirar al suelo, ver el agujero que se forma entre las
escaleras retorcidas haciendo una perspectiva de vórtice me va a ahogar en el
torbellino. No debí poner los ojos sino quería ahogarme, pero tampoco puedo
mirar a la casa con el gato repeliéndome, mirándome de vez en vez para
calmarme, asegurándome que no falta mucho para poder darte el dichoso beso, que
estuvo bien no apresurarme al verte, que ya llegará el momento y que ya casi
estás lista para el funeral. Pero no lo estás y la espera reverbera junto a una
presencia que no había notado y que se fue acercando con el sonido de las ollas
que se mezclan en la cocina. Hay alguien detrás de la puerta, a un paso de
encontrarme ahí parado. Las ollas se revuelven de nuevo y se enciende el fogón
de la estufa. Hay alguien detrás de la puerta. El gato tuerce ocasionalmente el
cuello para perseguir con las orejas el chisporroteo del aceite calentándose.
Estoy empezando a sudar. Hay alguien detrás de la puerta pero no se mueve. Las
ollas están como vivas bailando en la cocina, brincando entre fogones para
acariciarse con el fuego y reventar de cuando en cuando en una nube de
frecuencias que ampolla la piel. Si se mueve la puerta y sale alguien voy a
tener que saludar, voy a tener que removerme la cara y acomodar la mueca,
sonreír, escarbarme la cortesía. Sal pronto, Lucia, sal que hay alguien detrás
de la puerta, me está acechando y el gato no se mueve, no me ayuda. Lucia, por
favor ¿quién está ahí? Yo nunca he visto a la cara a tu casa, no sabía lo de
las ollas vivas ni conozco el juego de las puertas y no es justo que se me
venga en un instante todo encima. Debiste advertirme sobre esto, al menos para
haberle hablado el gato y llamarlo y hacerme el desentendido con la angustia,
para no echarle los ojos al suelo bajo la puerta buscando una sombra. Se está
moviendo la puerta, se está moviendo, se está moviendo, se están quemando las
ollas y ahora hay otra puerta, allá al fondo contra la pared, no la había
visto. Sácame, sácame.
-Hola ¿Por qué no entraste?
-Tú me dijiste que me quedara afuera.
La sombra, ahí viene. Está saliendo de la
cocina. Terminó la danza. Se está acercando y no sé si será un pilar de ollas,
si vendrán tropezando cansadas de tanto bailar. Pero es la titiritera, una anciana
de aquellas que de natural tiene encantar ollas. Arrastra los pasos y me
entierra sus ojos de hechizo clausurado, se detiene un instante en el umbral y
ahora ella es quien me guarda. Acomodar la mueca, escarbarme la cortesía con el
sudor helado secándose en la espalda.
-Buenas noches
-Mi abuela: está sorda. Hay que gritarle.
El gato ya no está, no está ahí al frente
pero siento como un silbido su risa. A la abuela se la llevó el silbido,
levantándola suave del suelo, con la ropa bamboleando. De nuevo estoy solo,
contigo, y te ves preciosa. Me pregunto si es un chiste tuyo o si no lo notaste
pero estamos vestidos del mismo color, partidos a la mitad: el torso negro y
las piernas blancas, el torso negro y las piernas blancas. Lucia, tú y yo
estamos siendo arrastrados por el vórtice de las escaleras, con la cabeza
gacha, dando vueltas entre aristas y por un pequeño instante te vi los ojos y
lo demás son sombras que me dejan ciego y mudo. No sé qué decir, ni a dónde
mirar, no te conozco, no te veo, solo unos ojos brillando como una llama dentro
de un prisma en el puro vacío. Mi boca se humedece y se levanta una llamarada
que arroja pequeñas luces a mi rostro, lenguas que me amarran ardorosamente y
me jalan. Pero entre más me acerco al prisma menos puedo ver, su corazón esta
drenando la luz, la está apagando hasta quedar ya sin nada más que dos pequeños
brillos, pequeñas luces como estrellitas sin labios que me llaman pero que no
puedo distinguir, brillos que están medio abiertos en el fondo. La puerta se cierra
de golpe, devolviéndome la luz. Tu ya no me estás viendo pero si hay otros ojos
que me miran con amable curiosidad. Había visto alguna vez cruzar a tu lado a
la mujer que cerró la puerta, había escuchado alguna vez que dijeras que es tu
mamá. Había querido conocerla pero no así, no hoy, no en el vórtice.
-¿Y tu quién eres?
-Carlos
-Mira, te presento a…
-Ah, por fin conozco a Carlos. Mucho gusto
Solo puedo atinar a tomar su mano entre las
dos mías sin mirarla al rostro como una reverencia oriental, debiéndole mucho
por la simple razón de la experiencia, por ser madre, por ser tu madre. Como
una procesión descendemos por el remolino, yo al último, y va en ascensión una
brisa fresca, la dulce sensación de sus palabras. Es cierto, por fin nos conocemos,
por fin llegué a la puerta y estaba entreabierta. A lo mejor pueda empujarla de
a pocos o el gato se acerque a mi ronroneando, invitándome a posar mi mano en
su lomo mientras se retuerce. Tal vez el gato me trepe la pierna para que lo
tome en mis brazos y entremos a tu casa, ronroneando ambos. Dentro, algún día
compondré música para ensalzar el ritual de las ollas y la titiritera dará
aplausos encendiendo con el vaivén de sus manos los fogones. Podría esconderme
detrás de la puerta, esperándote, para saltarte encima y que brinquen tus
hombros por la sorpresa e inevitablemente caigamos al suelo. Entonces tu y yo y
el gato daríamos vueltas porque el perseguirá tus manos o mis medias y
giraremos girando giraremos girando y giraremos girando giraremos girando
giraremos hasta que los ojos se llenen de leche malteada de chocolate o
arequipe y grageas del tono de la ropa que vistamos. Pero de la puerta nos
estamos alejando. La brisa fresca se hizo helada y estamos afuera del edificio
la espalda de tu mamá y yo.
La espalda se mueve, alejándose sin dudar y
se inclina para saludar a una figura que está más adelante. La figura se
tambalea y noto que hay otra a su lado, la espalda no me deja ver. Tendría que
estirar el cuello para rodear con los ojos pero no quiero poner en evidencia mi
intrusión, mi ahora injustificada presencia. Debo esperar humildemente a que la
espalda se de vuelta. ¿Te fuiste? Es un joven, un muchacho de gafas no muy alto
que le sonríe a tu mamá con la otra figura colgada de él, mientras conversan
por un instante con familiar cortesía. La espalda está virando, virando para darme la cara y llamarme o más que
llamarme, concederme el espacio, la autorización para entrar en el círculo. Me
voy acercando, dando un paso tras otro. Cada paso va develando la otra figura,
la va integrando en mi distancia focal y ya no es una simple figura, es un
rostro, un cuerpo, una boca, unos hombros, un brazo que se precipita hasta
estrellar su mano con la del joven y entrelazarlas. Si te fuiste, Lucia. Ya
sabía yo que te habías ido, hace tiempo, ya sabía yo de este joven que camina
las mismas calles que yo en la ciudad donde ambos vivimos, lejos de ti. Lo
sabía como lo he sabido otras veces, con la dolorosa indiferencia que me invade
para sostenerme, la artificial premonición de que siempre existirá otro día sin
importar lo que suceda hoy. Sin embargo, esos andamios han soportado el azar
con una ingenua dureza, propia de mi carne, una dureza que no aguanta otro
ingenio de la contingencia. Hoy vine después de mucho tiempo a verte, con el
deseo renovado y las ganas quemándome los labios. Ahora, tengo que estrechar la
misma mano que sostiene la tuya y escuchar su nombre, devolverle el mío y
sonreír. Luego, abrir la puerta del taxi y sentarme junto al chofer, avanzar
convertido en una luz que rebasa vertiginosamente a los transeúntes y sus
pasos. La cabina se esta desprendiendo y las luces frente a nosotros se están
estrellando contra el parabrisas, salpicando el vidrio y quedando este manchado
de bombillas y semáforos. Finalmente, escucho el crujir metálico y liberador de
una división poco violenta, vencida por la fricción de la velocidad. El viento
me golpea la cara con fuerza, la cabina ya está muy lejos del suelo que
transitábamos. El taxista y yo estamos abriendo una puerta, quebrantando el
viento, el sonido, la luz, dejando atrás las tres figuras borrosas y torciendo
una esquina tras otra, venciendo a la materia, siguiendo el camino hacia un
funeral.
Temo quemarme al tocar la puerta, pero debo
abrirla y bajarme. Sin dudar más, la empujo y estoy en el suelo con la
sensación sofocante de un desierto urbanizado. Nos acercamos a las escaleras y
siento algo que me llama, un viejo recuerdo, una sensación distante. No
recordaba el edifico de la funeraria, siempre tan inapropiado, lleno de
paredes, de pisos, de techo y de puertas, con escaleras en mármol y bombillas
de luz eléctrica, siempre tan lleno de personas y de objetos. Hay algo
hipnótico en el reflejo de nuestras pisadas en este suelo ligeramente
reluciente. Posiblemente era mi propia voz la que me llamaba al encarar la
fachada, una voz antigua, de mi adolescencia. La tarde en que la tía de
Carolina murió estuve aquí sin notar la trampa del suelo, sentado en una silla
tratando de comprender qué es acompañar a otro en su dolor. Pero tal vez es una
voz más lejana, de mi niñez, una voz que es más mera frecuencia que palabra. La
voz que atraviesa el mármol, el reflejo fantasma de un mundo dragado por la luz
constante de los bombillos y el sol que no se van nunca, se quiebra porque
también es el ruido de toda la gente que caminaba a mi lado. De manera que no
me escucho, solo veo la luz tibia golpeando el rostro de mi abuela con un gesto
ajeno sellado por las manos de algún desconocido. Si fijase bien los ojos en
una de esas láminas, tal vez vería mis pequeños pies, que no alcanzaban el
suelo al sentarme, con los zapatos cafés y medias oscuras. Vendría a mi algo de
esa madrugada en la que mi papá tenía el rostro lejos y a lo mejor esta vez si
podría ver sus ojos y no las cortinas de la sala. Si fijase los ojos que ahora
tengo en los de Maria, tal vez podría reconocerme. Pero es hoy su turno de
mirar el reflejo, un juego de espejos entre sus ojos, los míos y el mármol.
Pero aún los ojos de Maria son como los recuerdo, no parece haber cambiado
nada. Me sonríe con la misma sonrisa medio articulada que reconozco como suya,
con el rostro mirando al frente pero esquivando. No lo había notado hasta este
momento: Maria perdió algo. Algo sin nombre, algo muy lejano quizás, porque sus
ojos siempre han estado hinchados por esa sonrisa, siempre ha tenido un
escurridizo temblor de malestar en las pupilas. No puedo imaginar qué se fue
que hoy no deja de irse. Su caminar es pausado, leve, va de la mano con el aire
denso de las escaleras junto a la sala de velación. ¿Se despidió alguien con
violencia, sin aviso algún día en el pasado? ¿Se quedaría sola, encerrada sin
poder salir? ¿Habrá tropezado alguna vez de niña? ¿Cuándo conoció Maria el
dolor? Su mirada está arrojada al infinito y nos evade hasta desaparecer. Pero
en los ojos de los otros veo los ojos de Maria y también me veo a mi y a Lucia
y en los ojos de Maria veo a Lucia y a mi y a los otros y en los ojos de Lucia
me veo a mi y a Maria y a los otros y en los ojos de todos me veo a mi mismo
sin poder verme con mis propios ojos. Tantos ojos en tantos rostros en tantos
cuerpos sentados en los sofás de cuerina, con las bocas abriéndose y cerrándose
como las de los peces, liberando en una bocanada las palabras que se acumulan
en un rumor insoportable. Un par de niños gritan y ríen, jugando, entre la lama
de sus padres, penetrando una y otra vez el umbral de la sala. Se acercan
sigilosamente al féretro, echando miradas a su alrededor por si los están
siguiendo y creen que no. Se detienen frente a una gran corona, casi de su
tamaño y la observan, impacientes. Revisan de nuevo la multitud y sonriendo de
antemano arrancan con sorprendente rapidez una flor cada uno. Salen corriendo
de la sala hacía las escaleras para esconderse, detrás de nosotros.
-¿Ya entraste a verlo?
-No, no quiero
-¿Por qué?
-No quiero que ese sea el último recuerdo
Tal vez nadie recuerde esto así. Las flores
cambiarán de color, los sofás de tamaño, las palabras de boca, los rostros se
borraran y los niños dejarán de correr. María tiene razón, todo se disolverá en
el más profundo silencio, entre manchones y bultos hasta que solo quede un
ataúd y el inagotable rostro enclaustrado. Pero solo será así si se mira al
rostro de frente. De otra forma quizá el último recuerdo sean los niños que
corretean alegres en la desdicha, los peces ahogados en el fondo del estanque,
los sofás de cuerina enfilados contra la pared o las bombillas de la escalera
cuya luz titila ocasionalmente. Puede que
algo de eso sea significativo. De cualquier forma, existen innumerables
recuerdos que se superponen y se truecan respondiendo a una lógica ajena a la
nuestra. Quizás esta sea la última vez que Maria ve a su papá pero no el último
recuerdo de él, no el que prevalezca. Sin embargo, si es como creo y María perdió
algo innombrable, ya debe saber eso y no tiene caso decir nada más. Solo queda
aceptar su respuesta, al menos en mi caso.
-¿Salimos a fumar?
-Si
-Maria…
-Dime
-¿Yo puedo…? ¿Puedo entrar a verlo?
-Si, obvio. Dale
-¿No te molesta?
-No, ve. Te esperamos afuera.
Dentro hace frío. El aire acondicionado está
fuerte, levanta el aroma de las flores y lo revuelve en la habitación trayendo
una sensación de gélida dulzura, abejas en bloques de hielo cuyo zumbido se
multiplica hasta hacerse un barullo de voces. Encuentro una silla solitaria
junto al cuaderno de visitas y me siento a esperar. Tal vez encuentre una
oportunidad para acercarme pero debo esperarla. Las personas ya están
acomodadas en toda la sala, se han ganado un lugar junto al ataúd, pueden ir y
venir como quieran. Yo soy el intruso. Nunca lo vi en vida, nunca supe nada de
él, nisiquiera conozco su nombre. Ellos lo saben. Soy un joven sentado en la
silla indeseada, sin poder sostener la mirada con nadie. Se toman turnos para
vigilarme mientras pasa el tiempo. Saco una hoja de papel y un lapicero del
bolsillo. Escribir, escribir, dejar pasar el tiempo.
Un grupo de hombres, apostados en círculo,
vigilan el ataúd. Como torres se alzan, cruzan los brazos y resoplan. El resto
de la sala está llena de más sofás de cuerina, todos ocupados por personas que
conversan. Las discusiones son animadas pero llenas de muecas, de esfuerzos
convulsivos por reprimir cualquier manifestación de alegría. Cada vez que
alguien irrumpe en la sala, empieza un recorrido por estaciones en donde se
intercambian fuertes abrazos, apretones de manos y sonrisas castigadas. Una vez
terminado el recorrido, firma el libro y ensaya la nueva mueca, toma asiento en
donde puede y se adhiere a la ornamentación del lugar. Nadie intenta acercarse
al ataúd, los guardianes son inquebrantables. Ocasionalmente, uno de los
ornamentos se levanta y sale de la habitación para darle paso a un nuevo
integrante y un nuevo recorrido. Los niños vuelven a entrar corriendo, saltan
por ahí y roban otro par de florecillas. Algunas veces el recorrido es más
efusivo que los demás y se escuchan carcajadas, se llaman entre ornamentos de
un extremo de la sala al otro para que vayan a abrazarse y reír también aunque
pronto se abochornen y recobren la mueca. Tal vez podrían repartir copas de
vino y hacer un último brindis. Luego poner la canción favorita del difunto,
cantar con dolor sus versos. Una vez terminada la canción, repartir otra copa
de vino para calmar los ánimos. Inclusive, reproducir otras canciones más
ajenas para aflojar las muecas y recobrar el aliento. Para cuando se acabe la
segunda copa de vino y la tercera o cuarta canción, cabrá preguntarse por cómo
pasar el mal trago, como enjugarse el licor y las lagrimas. Sería considerado
tener a la mano una mesa con pasabocas, con más copas de vino y vasos con
gaseosa o agua para los niños. Todos podrían engullir el dolor y compartir de
nuevo un último brindis, reponer las fuerzas. Satisfechos, pueden continuar con
la tarea de la velación, con los ánimos repuestos y no hay necesidad de detener
la música; les recuerda aquella vieja fiesta en la que el hombre aún vivía y
contó ese buen chiste. Entonces, todos reirán y reirán, seguirán compartiendo
anécdotas y haciendo más últimos brindis. Dirán que a él le gustaría verlos
así, felices, celebrando y no llorando. Dirán que a él les gustaría verlos
incluso bailar como si todavía estuviera ahí con ellos, celebrando la amistad y
la familia. Algunos se levantarían y empezarían el baile con una música más
acorde a la revelación del difunto. Eventualmente, otros terminarían su último
brindis de un trago y se aventurarían a la pista de baile para homenajear por
igual al muerto. Pasado un poco más de tiempo, el calor y los nuevos ánimos
empujarán a otros y a otros y a otros hasta que no sea suficiente el espacio en
la sala de velación y convenga sacar el ataúd al pasillo. De cualquier manera,
ese no es su amigo, él está vivo.
-¿Me presta su bolígrafo?
-Es rojo
-No importa, es para firmar aquí
Finalmente, los guardianes se han decidido a
echarle una mirada al cuerpo, todos al mismo tiempo. Pasean sus ojos por el
cristal, el rostro les va cambiando rápidamente. Me levanto para ubicarme junto
a ellos, buscando la oportunidad de abrirme paso. Algunos de ellos se van,
permitiendo que me acerque más. Sin embargo, desde donde estoy no puedo ver
mucho, solo el rostro de dos de los guardianes que con su reflejo opacan la faz
del difunto. Se han inclinado un poco y la boca les tiembla ligeramente. Ambos
guardianes pasean sus ojos, agitándolos, de extremo a extremo. A medida que el
análisis avanza, las pupilas se van acercando: la frente, el mentón, se van
acercando, la boca, las mejillas, se van acercando, los pómulos, se van
acercando, las orejas, se van acercando, se van acercando, la nariz, se van
acercando, se van acercando, se van acercando, los ojos se han encontrado. Dan
un respingo y se enderezan inmediatamente, ambos cruzan una mirada conmigo y se
alejan. Doy un paso largo pero tímido y me encuentro con el rostro. Ya no siento
el frío del aire acondicionado ni el olor a flores, el zumbido es lo único que
me queda. Quisiera decirle algo de Maria, que soy su amigo, aunque sea uno
lejano. Pero no puedo decir nada, no solo porque no me vaya a oír sino porque
estoy paralizado. Me cuesta detenerme en los detalles, en esos que hacen cada
rostro único. ¿Cómo puedo darle una identidad? No podré saber ya con certeza si
arrugaba la frente al levantar las cejas o si se enrojecía con el calor o la
ira. El cuerpo que veo nisiquiera es la huella del cuerpo que solía ser. Este
cuerpo ha sido intervenido, ha sido manipulado. Alguien decidió cómo debía
verse por última vez. Ya no podré saber si quiera cómo se movía su boca al
hablar o al sonreír aun cuando en este momento tenga sellada esa sonrisa, una
sonrisa mal habida, puesta ahí por manos invisibles que juzgaron a puertas
cerradas y optaron caprichosamente por la plastilina. La boca se va hundiendo,
se va ensanchando, se va estirando y empieza a proyectarse hacia el fondo, un
fondo oscuro rodeado por escaleras en espiral. Una vez más me estoy ahogando
pero ya no puedo quitar los ojos, no puedo desviarlos, ya no hay gato, ni
Lucia, ni brillos medio abiertos. El vórtice está abierto completamente y solo
hay una sonrisa en forma de escaleras descendentes y oscuridad absoluta al
final de los pasos. De las sombras emerge una voz que grita con violencia: no
pasa nada, no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada, no pasa
nada, no pasa nada, no pasa nada. Pero no quiere tranquilizarme, me atormenta
porque no pasa nada con la imagen, se fue la vida y queda la imagen. La plantan
sonriente como si aún estuviera pero no respira, no se mueve, sonrisa mentida,
no pasa nada, no pasa nada, ya no lo aguanto. En el vórtice reconozco la voz
que grita, es mi propia voz y de nuevo dice ya no lo aguanto. Saco los ojos del
vidrio y me alejo caminando.
Enciendo un cigarrillo en la calle, frente a
la funeraria. Quiero que me veas pero no te veo. No sé dónde estás. Te
necesito. Quiero volver a la realidad. Te necesito. Quiero sentir algo de
brisa, unas manos en mi pelo. Arrojo el cigarrillo al suelo. No te veo. Tengo
las manos heladas, sudando. Ahí está Maria, la sigo hasta la banca de cemento
que está a unos metros.
-Pensamos que te habías ido
-No
Nos quedamos en silencio un rato. Tú estás al
otro lado de la banca, al otro lado, ese otro lado que está más allá de la
distancia, después de un vacío insondable. Te están sosteniendo las manos, te
están sosteniendo aunque sea en silencio. Pero a mi no. No pasa nada. Ya
veremos.