jueves, 15 de septiembre de 2011

Todas las noches corro



Todas las noches subo corriendo la loma para llegar a mi casa, cada noche. Un día empecé a hacerlo, de golpe, y desde entonces es una rutina, tal vez la única rutina verdadera que hay en mi vida. No he parado de preguntarme cada noche, mientras me ahogo, por qué tengo que correr para llegar. Se me ocurre que quizás debo bajar de peso, compensar el sedentarismo y a medida que avanzo, entre más me falta el aire, entiendo de a poco que si quiero perder peso, pero otro. Corro porque estoy huyendo. Al momento de llegar a la puerta vengo arrastrando el aire no solo por el cansancio sino por la derrota. Sé que eso significa el dolor en las costillas. No son los pulmones reventándose, sino las garras del perseguidor enterrándose en mi carne, el perseguidor que espera en la puerta. Todas las noches huyo pero no estoy escapando de las calles a mi casa, por el contrario, cruzar el umbral de la puerta es otra forma de echar el cerrojo a la jaula. Es el acto de correr en sí, el acto de escapar lo que me empuja. En esos cortos momentos mi acción, mis piernas, mis manos, mi aliento son la materialización de una metáfora. Entonces yo soy escape y la angustia se calma tanto y tan poco como para perder la fuerza y sentir un sueño rastrero, un sueño y un hambre que se asoman desde abajo.  

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