Todas las noches subo corriendo la loma para llegar a mi casa, cada noche.
Un día empecé a hacerlo, de golpe, y desde entonces es una rutina, tal vez la
única rutina verdadera que hay en mi vida. No he parado de preguntarme cada
noche, mientras me ahogo, por qué tengo que correr para llegar. Se me ocurre
que quizás debo bajar de peso, compensar el sedentarismo y a medida que avanzo,
entre más me falta el aire, entiendo de a poco que si quiero perder peso, pero
otro. Corro porque estoy huyendo. Al momento de llegar a la puerta vengo
arrastrando el aire no solo por el cansancio sino por la derrota. Sé que eso
significa el dolor en las costillas. No son los pulmones reventándose, sino las
garras del perseguidor enterrándose en mi carne, el perseguidor que espera en
la puerta. Todas las noches huyo pero no estoy escapando de las calles a mi
casa, por el contrario, cruzar el umbral de la puerta es otra forma de echar el
cerrojo a la jaula. Es el acto de correr en sí, el acto de escapar lo que me
empuja. En esos cortos momentos mi
acción, mis piernas, mis manos, mi aliento son la materialización de una
metáfora. Entonces yo soy escape y la angustia se calma tanto y tan poco como
para perder la fuerza y sentir un sueño rastrero, un sueño y un hambre que se
asoman desde abajo.
Me encanta! : )
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